Llegó herméticamente cerrada, escondida en una tierra oscura con aspecto generoso y fértil. Decidí que salir al jardín al sol sería lo más adecuado para abrir los sentidos cuando destapara el envase.
Con los trinos de los pájaros como música de fondo, aspiré profundamente el aroma concentrado durante el viaje; la mente en blanco, los ojos cerrados, todos mis receptores dispuestos y… me fui de vacaciones a la playa.
En los veranos de mi infancia tenía el privilegio de huir de Madrid, con mi familia, a la costa. Ávida de oler y sentir el mar, impaciente por el inexcusable rito materno de untarme entera con crema protectora, me escurría en cuanto podía para ir a rebozarme en la arena de la orilla (como solo los niños pueden hacer sin que parezca locura) y correr después a explorar las rocas, dejándome acariciar por el sol y la espuma mientras esperaba la hora y el permiso para bañarme.
Un olor profundo y rico a mar, a crema para el sol, a arena húmeda de playa, a rocas de orilla con algas y a calor de verano cuando aún queda todo el tiempo por delante para disfrutar, emanaba de aquella tierra suave y fresca en la que hundí los dedos, que no tardaron en encontrar el tesoro que sabía que guardaba.
Abrí los ojos y allí estaba, como un vulgar terrón anodino y sin gracia. Volví a preparar mis sentidos y acerqué la trufa a mi nariz y entonces… fue domingo.
Mi madre, siempre preocupada porque nadie se quedara con hambre, añadía no sólo postre a los dos platos principales, sino también aperitivo. Especialmente los domingos, cuando comíamos todos juntos en el salón, sobrasada, paté, aceitunas, pepinillos, cebollitas, galletitas saladas, ganchitos o mejillones en escabeche colmaban las múltiples bandejitas repartidas por la mesa. De vez en cuando, también ponía mi favorito: una lata de berberechos al natural rociados con un chorrito de vinagre. Nunca me parecían suficientes y trataba de meterme varios a la vez en la boca para poder saborearlos mejor.
La trufa olía intensamente a aquella delicia que tanto me gustaba, como si me hubieran dejado engullir de golpe un puñado entero.
Me anticipabas, Encarna, que la tierra del trufero huele rico; me preguntaste, Antonio, cómo describiría el aroma de tan preciado manjar.
Pues a mí, la tierra y la trufa de invierno me huelen a verano y a berberechos en el salón…
Eva García |